Los
diez números y las veintidós letras, ese es el fundamento de las cosas.
(Amos Oz)
Cosa es todo aquello
que se puede nombrar. El nombre, las palabras, confieren estatus propio,
ontológico, diría un metafísico, a las cosas, que se presupone están ahí. El
noúmeno kantiano.
La realidad, término
que engloba a las cosas objetivas, es posible gracias a algo subjetivo, la
nominación. Adán, en el mito, pone nombres a las cosas, por encargo divino.
Así, en esa interpretación, el creador encarga al hombre la nominación, el
estatus de las cosas.
Lo que pone en cuestión
la misma noción de objetividad. Los filósofos hablan de la esencia de las
cosas. Una esencia objetiva, en-sí, objetivo de la atención, el interés humano,
que, evidentemente, a su vez, sería otra cosa-en-si y así indefinidamente. Me
temo que de estas series de palabras-que-nombran- otras-palabras es de lo que,
en realidad, se ocupan, los filósofos. Pero una esencia, no es más que la suma
de los objetos susceptibles de ser mencionados, de los términos sobre los
cuales, o en los cuales, algo podría decirse. Así llamamos objeto a cualquier
sustancia, esencia, acontecimiento o verdad cuando se convierten
incidentalmente en temas del discurso.
“Objeto, objetividad” no son más que otras palabras a las que asignamos un
estatus privilegiado, en el discurso.
Estamos, pues,
encapsulados en el mundo de las palabras, aunque, comúnmente, se crea, se
suponga, que estamos en el mundo de las cosas-en-si. Cuando el filósofo define
al hombre como ser-en-el-mundo le falta añadir en-el-mundo-de-las-palabras.
Dentro de las
convenciones, inevitablemente presupuestas, hay que contar con la de la existencia
de un mundo exterior, que está ahí fuera y al que nos referimos con las
palabras. Pero ese mundo, “estoy en mi mundo” se dice a veces, el mundo en el
que el sujeto se considera en casa, es
el mundo de las palabras que constituyen su-mundo.
Si nada está dado no es
posible la comparación. No es posible, por tanto la antigua teoría de la tabla
rasa. Ese dado-previo, el trasfondo, utilizando la denominación de Habermas,
está constituido por las palabras que definen la cultura en la que el sujeto
está anclado. Hay que evitar el juego del huevo y la gallina. El caso es que
hay lenguaje, palabras, y este constituye nuestro mundo.
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